
El cuerpo es “continente de memorias tanto individuales como colectivas, identidades y des-identidades, cosmovisiones, ideologías, aflicciones, pasionalidades, transformaciones. En él habita la noción primitiva de la vida y la muerte, el tiempo y el espacio, el mito y el rito tanto ancestrales como modernos, el ser y la nada, el verbo y la carne, la naturaleza y la cultura, lo material y lo espiritual, el sexo y el género, eros y tánatos, dualidades que ahora el pensamiento posmoderno desintegra, híbrida, colapsa, consensa, reitera, ironiza, anacroniza, desde la heteroglosia de sus polifonías”(Aguilera, Mariano, 2006).
Aceptar que el sujeto no está dado sino que es fundado en sistemas de significados y representaciones culturales requiere apropiarse del hecho de que está encarnado en un cuerpo sexuado. Hombres y mujeres son signados por el cuerpo. Él expresa nuestro universo simbólico. Así, la toma de conciencia de la dimensión del género envuelve “una interpretación de las normas recibidas a través de la sociedad y sus instituciones, una organización y reordenamiento de formas de ver desde la experiencia personal y la historia social, las memorias que construyen y fragmentan al sujeto, memorias heredadas de feminidades y masculinidades diversas”( Aguilera, 2006, p.1). Por tanto, también esta identidad es desdibujada y mutable de acuerdo a los ciclos de vida del sujeto, las experiencias y demás factores históricos, objetivos y subjetivos.
El inicio del estudio del cuerpo humano está íntimamente unido a un período del arte, en el renacimiento donde se ve fuertemente comprometido, la ciencia, arte y anatomía. Considerando así, el renacimiento, como uno de los sinónimos de la época del pensamiento anatómico, donde ya desde la primera mitad del siglo XIV se hacían disecciones de cadáveres con fines científicos, que también eran presenciados casualmente por artistas como una manera de conocer la morfología del cuerpo humano.
Dando origen a un nuevo concepto de artistas dedicados a la ilustración de obras anatómicas. Con el Renacimiento el cuerpo humano dejó de considerarse una cáscara insignificante que albergaba un alma inmortal y fue vista como la obra más perfecta y digna de Dios.
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